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Polychromed Lives

Comisariado por Víctor Zarza

La celeridad con la que circulan las informaciones y los estímulos, las imágenes e ideas que hoy modelan la percepción del mundo (de la realidad y de la existencia) que podamos tener nos sitúa al límite de nuestra capacidad intelectiva. Las circunstancias no invitan a la consideración sosegada, con un mínimo de detenimiento, y todo viene regido por una velocidad que es bastante más que una simple magnitud física, que se ha convertido en una propiedad de nuestro “ser en el mundo”. El ahí literal y etimológico del Dasein heideggeriano (da-sein: ser-ahí) posee ahora una localización múltiple, desubicada, dinámica y fugaz. Insustancial: la sustancia es en la actualidad lo relativo, garantía y vivero de lo cambiante.

 

Nada hay fijo ni estable: sería francamente incómodo e inasumible. Las categorías vuelan, mutan; se deconstruyen y se desechan. Lo promisorio convive indiscriminadamente con lo ruinoso y la ilusión tiene la misma entidad dialéctica que lo real. La tecnología no ayuda a ponerle freno a nuestros anhelos, incluso a los más descabellados. Vivimos en una cultura desbordante, voluble y transformer; somos mutantes de nosotros mismos. Todo signo se ha hecho susceptible de admitir cualquier significado y de conjugarse en sintaxis arbitrarias, anormativas. Habitamos la escombrera de les grands récits, hasta cuyo umbral nos encaminó la condition posmoderne.

   

Descartada toda noción de convencionalidad, cualquier intento de definición de lo identitario pasa por el empeño subjetivo que determinan las problemáticas singulares de cada colectividad e, incluso, de cada individuo. La existencia se ha convertido en el núcleo herido de un universo en crisis a la par que autocomplaciente: insólito hedonismo de nuestros días donde la calentura del romántico suele verse sustituida por la inconsistencia del simulacro y la convicción por el cinismo.  En continuo estado de probabilidad, el ser humano ha pasado a ser un ensayo abierto y permanente de sí mismo, una conjetura, una triste figuración. De ahí que numerosos artistas traten de codificar simbólicamente la (dudosa) realidad que habitamos mediante delirantes ejercicios combinatorios en los que el detalle mínimo, lo trivial e irrelevante, funciona como anémica tabla de salvación y materia para un nuevo seudolenguaje.

El arte es reflejo y manifestación de las circunstancias del tiempo en el que se realiza. Un producto más de ese mundo en el cual tiene lugar y del que inexorablemente participa contribuyendo a su definición. Se trata de un fenómeno retroactivo: en el artista se alternan los papeles de agente y de paciente, de factor y de observador. Su reflexión atañe a las dos acciones principales derivadas del término: especular y reflejar -criticar y mostrar.

Las obras de Alejandro Carpintero (Madrid, 1981) y de Javier Aguilera (Madrid, 1969) coinciden en la acumulación de signos de diversa naturaleza, sacados de ese extenso acervo de lo que llamamos, no sin cierta ligereza e imprecisión, cultura popular. Los cuerpos (sean humanos o animales) se presentan desbordados, revestidos y transformados con los atributos propios de una cotidianeidad un tanto canalla e irreverente. La praxis de ambos participa de algo que tiene que ver con el juego, o sea, con el capricho y la arbitrariedad; pero sin la inocencia y el desenfado de éste, del que solo resta aquí la fórmula.  Se mueven con envidiable soltura en esa ars combinatoria a la que antes he aludido, planteando unas asociaciones explosivas, inauditas, gamberras, que desbaratan cualquier vislumbre de racionalidad, de orden y mesura.

“La belleza será convulsa o no será”, proclamó André Breton, hace más o menos un siglo, tratando de poner la estética en el disparadero. Ante las obras de Javier Aguilera y de Alejando Carpintero nos sentimos de nuevo al borde de ese abismo, recurrente y movedizo, en cuyos límites se sustancia la expresión de una autenticidad tan excéntrica como incontrovertible, del cual emergen con propiedad los signos del caos que no es otra cosa que nuestro presente.

​Víctor Zarza

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